10 Dec
10Dec

Quién sabe qué cosas mueven a turistas y viajeros a incorporar en sus planes de visita los cementerios de algunas de las ciudades por las cuales se desplazan. Así es como teniendo en cuenta esta tendencia algunos pasan horas caminando entre tumbas, panteones y nichos de gente desconocida con el único aliciente de acercarse, aunque sea por unos minutos, a los restos del personaje por el cual sienten un fanatismo irracional y del cual seguro tienen un póster colgado en la pared de su habitaciones natales,o bien, atesoran un señalador que marca la página preferida, de la obra escrita por el mismo autor que intentan retratar en su última morada.

Pero así como hay quienes llegan a los cementerios tras los pasos de gente famosa, tristemente célebre, cantantes, escritores, estrellas de cine, personajes enigmáticos o incluso, algunos mitos de los que pueblan los libros de historia universal, otros lo hacen buscando aquellos que den testimonio de colectivos sociales significantes o bien de etnias que sobresalen del resto por haber tenido que soportar el peso y el rigor de una historia que, a veces, parece haberse ensañado con ellos de un modo particular. Y de ello, en Praga, se puede encontrar mucho más de lo que uno piensa.

Recuerdo que la primera vez que visité el Antiguo Cementerio Judío de la ciudad la primera sensación que me sobrevino fue la de estar visitando un sitio sacro. Si bien no entendía muy bien por qué aquel lugar me inspiraba esa secuencia imparable de emociones, aquella era una sensación que no dejaba de rondarme en la cabeza. Quizás la culpable de aquel juego sensorial haya sido la quipá que tuve que ponerme antes de ingresar al recinto de las tumbas (dado que es requisito obligatorio, de otro modo no se podría entrar) ya que, además de hacerme sentir parte de la cultura hebraica, me hizo caer en la cuenta de que toda una colectividad estaba detrás mío dándome la bienvenida y que, desinteresadamente, abrían su pasado de par en par como si se tratara de algunos de esos rollos que leen los rabinos cuando llevan a cabo los oficios religiosos.

El segundo impacto lo sentí cuando, una vez dentro del recinto al aire libre, comencé a caminar entre las cientos de tumbas apiladas desde el siglo XVI. Como si se tratara de una maqueta cinematográfica, las fachadas de las sepulturas dan la sensación de que unas quieren imponerse sobre las otras, brindando una imagen cinética, tan cargada de movimiento que seguramente hubiera sido la envidia de cualquier adherente al Movimiento Futurista de Marinetti. Se cree que debido a un problema edilicio (o de inoperancia de las autoridades de entonces) las parcelas del cementerio no pudieron agrandarse, razón por la cual debieron enterrar a lo largo de trescientos años cerca de 12 cuerpos en cada una de las lápidas, las cuales se agolpan en los pocos metros del cementerio.

Pero sin dudas, lo que más me llamó la atención del lugar es la dialéctica mortuoria que subyace debajo de cada placa y que se convierte en el gran secreto del cementerio, por que si se multiplican doce cuerpos por ciento veinte lápidas (que son las que pueblan el predio) se obtiene una cifra que supera los mil cuerpos enterrados. Como se puede observar, razones para que se estremezca la piel de cualquier persona bien nacida, en Praga, no faltan.

La tercera sensación que experimenté fue menos emotiva aunque no menos dicotómica, ya que se devaneó entre el asombro y la decepción. En la entrada del museo (digo museo por que no está considerado otra cosa el antiguo cementerio) un cartel aclaraba en todos los idiomas posibles que debido al carácter sacrosanto del lugar, estaba terminantemente prohibido ingresar sin la quipá y mucho menos, tomar fotografías, ya sea con o sin flash.

Lo cierto es que, respetando las órdenes de los organizadores guardé mi cámara en el bolso y decidí no hacer ninguna fotografía. Pero claro está, como sucede en esos casos, al pararme delante de la tumba del Rabino Low (considerado un personaje mítico de Praga, ya que según Meyrink, habría creado al Golem) grandísima fue mi decepción cuando un silencioso cuervo negro (al mejor estilo del afiche de Six Feet Under) se posó sobre las patas del león que se alzaba como el vigía de los restos del religioso.

Durante unos segundos mi cabeza desplegó un irrefrenable debate moral a la vez que intentaba sacar la cámara de mi bolso, evitando que se volara el misterioso y fantasmagórico cuervo negro. Finalmente, debo reconocer que el quiero venció al puedo y preferí quedarme frente a la tumba contemplando la postal que se componía en mi retina, réplica de la que en la entrada, a cambio de unas pocas coronas checas podía comprarla sin ser observado,multado o expulsado del cementerio bajo cargo de herejía o profanción de sitio sagrado.

Abandoné el lugar y comencé el camino inverso hacia la salida. Era una típica mañana praguense otoñal. El silencio ensordecía. Sólo quedábamos en el recinto un puñado de visitantes. A pocos metros de allí, una señora sesentona miró para ambos lados y, al ver que no estaba el guardia inquisidor, se abrió el tapado – simulando la pose de los clásicos exhibicionistas- y, con una rapidez intrépida empuñó su antigua Leica con la que gatilló varias veces sin dudar y sin que le temblara el pulso.

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