Luego de almorzar a la intemperie una kovasá rápida de esas que venden en la zona cercana a la Plaza San Wenceslao, decidí tomarme la tarde libre e inciar un paseo histórico a través de los duros años en los que la ciudad estuvo bajo la órbita del régimen comunista y que, indudablemente, al pueblo checo le modificó la forma de expresarse, de pensar e incluso de sentir.
Lo primero que me llamó la atención del Museo del Comunismo es que se encuentra inmerso en una de las zonas más modernas y prósperas de la “Nueva” Ciudad Vieja, la cual se alza hoy como el ícono de un presente que se niega a reconocer un pasado no muy lejano y que augura un futuro totalmente en las antípodas, tan poco prometedor como incierto.
Pero más allá de esa dicotomía, la mayor sorpresa me sobrevino cuando al llegar a la dirección que informaba la guía, me di cuenta de que para ingresar en el Museo, debía atravesar antes, un pequeño jardín que se encontraba ubicado en el seno mismo de un local de Mc. Donald´s, lo cual me hizo reflexionar que cuando de política se habla, el mundo posmoderno tal cual como se presentó luego de la caída del muro de Berlín, continúa sin saber muy bien de que manera manejar ese inconciente colectivo que conforma la entelequia de la “memoria”.
Así es que luego de pasar entre decenas de adolescentes checos vestidos de americanos que engullían Bigmacs gigantes y sorbían ruidosamente de vasos hiperrealistas -como si estuvieran asistiendo a la última cena de Leonardo Da Vinci- finalmente comencé a subir la fría escalera de mármol que se me presentaba ante los ojos, forrada con una austera alfombra roja y que, al final del recorrido, exhibía un pequeño cartel con una flecha que – para variar, mitad en inglés y mitad en checo- decía “To Muzeum”
ICONOGRAFÍA Y MULTIMEDIALIDAD AL SERVICIO DE LA MEMORIA
Son las dos de la tarde, afuera el día esta más gris que de costumbre y yo soy el único asistente en el interior del museo. La empleada de la taquilla que me da el billete, una vez que emprendo el camino hacia el interior del recinto, retoma el tejido que tuvo que cancelar cuando entré y me avisa que puedo tomar fotografías (en lo posible sin flash) y que ni se me ocurra hacer filmaciones de los documentales que se exhiben rotativamente en la pequeña sala que oficia de cinemateca, dado que todos los derechos están reservados por el gobierno.
Según el manual del buen extranjero asiento con la cabeza y empiezo el recorrido. Lo primero que aparece, a modo de bienvenida es una estatua de Lenin en tamaño real y totalmente dorada, quien a modo de anfitrión, porta en sus manos una bandera roja con el martillo y la hoz amarillos sobre uno de sus ángulos.
A partir de ese momento todo lo que aparece ante mi vista es de un barroquismo pocas veces visto en cualquier museo de Europa. Apiñados y abarrotados unos tras otros, en un pequeño espacio conviven ciento de bustos – en todos los tamaños y materiales que se les ocurra- de los tres máximos exponentes del comunismo: Marx, Lenin y Stalin.
Al lado de esa pequeña sala se encuentra, transplantada, (en el sentido más literal de la palabra) un aula completa, con su pizarrón, pupitres, libros, cesto de basura y una decena de maniquiés vestidos con los ropajes de la epoca y evocando una típica escena de la educación en tiempos del régimen.
Luego de atravesar la pequeña escena escolar, aparezco en la entrada de un almacén de ramos generales típico de barrio, en el cual, desde la heladera, las balanzas, las estanterías e incluso los carteles publicitarios de productos avícolas que aparecen exhibidos en los paneles de cartón que ofician de pared, me hablan de un tiempo en el que la comida se vendía de forma racionalizada y en el que, lejos de tener elementos de lujo, sólo se comerciaba con aquellos que eran considerados estrictamente de primera necesidad para el pueblo.
A dos pasos de allí, otro pequeño panel exhibe una serie de fotografías en las cuales quedan reflejados algunos hábitos de consumo de los ciudadanos (sobre todo de las mujeres, las cuales aparecen haciendo uso de cosméticos de industria nacional o bien posando con envases de huevo dejando en claro que el sistema comunista, la ama de casa y la mujer no eran conceptos antagónicos y que podían convivir con otros como los de revolución, ideología o compromiso).
La tercera, en cambio, es realmente tétrica. Ambientada casi a la perfección por quienes diseñaron el museo, en ella se ve reconstruida una oficina de interrogatorios, de esas en las que se llevaban a cabo las entrevistas con el fin de averiguar los antecedentes de los detenidos o bien para “invitar” a algún traidor a que colabore, sobre todo si se negaba a decir la verdad o pretendía ocultarla deliberadamente. Sobre la mesa del interrogatorio aparece una vieja máquina de escribir Remington y, colgando desde el techo casi a la misma altura que ella, una lamparilla que servía para obnubilar a los testigos y acrecentar el poder ofensivo de quien tomaba las declaraciones.
En el cubículo siguiente la publicidad y las artes gráficas son la estrella. Decenas de afiches, propagandas, folletos e incluso pinturas de artistas que se encuadraban estilísticamente en lo que dieron en llamar “Realismo Socialista” pueblan el pequeño salón. Algunos de ellos delatan la minuciosidad con la que se ideaban los mensajes que se les daba al pueblo y a la vez, dejan al descubierto el gran conocimiento del arte, ya que muchos son un claro ejemplo de arte entendido como difusor de ideología.
Después de hacer un paso obligado por la minúscula cinemateca (donde se proyectan de manera ininterrumpida desde documentales cinematográficos hasta videos amateurs filmados por ciudadanos comunes) aparecen las dos últimas salas, las cuales se encuentran dedicadas a la etapa final el régimen y ofician como soporte para comprender como se llegó a la caída del muro de Berlín (del cual, obviamente, se exhibe un importante bloque grafitado que fue donado por el gobierno de Alemania para la inauguración del museo)
Al abandonar las salas vuelvo a encontrarme con la estatua de Lenin, lo cual me indica que la visita ha llegado a su fin. Me acerco a la taquilla y comienzo a hojear los libros, afiches, postales y demás recuerdos que venden. Luego de mucho pensarlo me decido por una serie de postales en las que, bajo el lema "Museo del Comunismo, un encuentro con la historia” aparecen un robusto doble de Marx que hace esfuerzos para lidiar con su panza y poder cortarse las uñas de los pies, un Stalin envuelto en una bata roja recibiendo los arrumacos de dos rubias infartantes y,otra, en la que se ve el logo de Mc Donalds, pero con la cara de Lenin y la leyenda modificada burlonamente que reza “Mc. Lenin”.
Me acerco a la mujer de la taquilla y observo que me mira de rojo. Me cobra las postales y me pide si le puedo abonar con “credit card” por que se ha quedado sin cambio en la caja y no tiene billetes para darme vuelto. Le digo que no hay problema y en el mismo momento en que estaba firmando el comprobante, para generar un contacto, aunque sea mínimo, le digo:
-Muy interesante el museo.
La mujer sonríe forzadamente, esboza una mueca y me contesta:
- Lo será para usted. Yo al comunismo lo padecí durante treinta años y por él perdí a la mitad de mi familia. Sorprendido por la respuesta, no supe que contestarle. Estoy seguro que mi expresión, cualquiera haya sido, no habrá estado a la altura de semejante contestación.
Tomé las postales y salí por la misma puerta de entrada, aquella de la escalera con la alfombra roja. Mientras descendía, el bullicio de las conversaciones del Mc Donalds comenzaba a sonar con mayor intensidad. Volví al jardín y los jóvenes que antes estaban, ya se habían ido. En su lugar, una pareja de japoneses comían un bigmac y se reían a carcajadas, a la vez que miraban las fotografías tomadas desde el visor de su cámara.
Comencé a alejarme del museo en dirección a la Torre de la Pólvora. Mientras pasaba por escaparates recargados de objetos de lujo pensé en cuan crueles son para el hombre la política y las ideologías. La mujer de la taquilla era el claro ejemplo de ello; primero por que debió soportar un sistema dictatorial durante treinta años, con una familia atomizada y quien sabe cuantas penurias más que sólo ella sabrá, y segundo, por que hoy, como si fuera una broma del destino, debe pasarse ocho horas sentada en un lugar en el cual, a cambio de un sueldo, está obligada a soportar los fantasmas de un pasado que desearía no haber tenido que vivir.
Antes de cruzar la Torre tuve una sensación agradable. El objetivo del museo estaba cumplido: esa tarde, sin lugar a dudas, la colección de objetos, los documentales, los bronces, las pinturas, el pedazo de muro, las fotografías y la pequeña charla con la empleada del museo, me regalaron un encuentro con la historia como jamás lo hubiera imaginado.