12 Feb
12Feb

Los días que siguieron poco variaron y la sensación de sosiego comenzó a hacerse cada más grande, a la vez que la incertidumbre se acrecentaba como una bola de nieve. Los medios seguían difundiendo imágenes apocalípticas y el desconcierto y la falta de información entre los empleados del hotel hacían que la situación fuera insostenible. Como no podía ser de otra forma, a la mañana siguiente comencé el día con el mismo ritual de siempre y noté que en el comedor estaba menos de la mitad de gente que la que había visto en los días anteriores, razón por la cual deduje que algunos quizás habían podido birlar el toque de queda y haber llegado al aeropuerto de El Cairo.

Así es como desayuné rápidamente la colación que comenzaba a ser cada vez más magra (debido a que las raciones alimenticias no llegaban a tiempo por los cortes de ruta y el toque de queda) y pedí a uno de los empleados que por favor me comunicara con Ahmed, para que me pusiera al tanto no sólo de cuál era el panorama del día sino para saber que debía hacer, ya que desde un principio me aconsejó que me comunicara con la embajada argentina y estableciera un contacto.

No fue fácil establecer la comunicación. La operadora que hablaba en egipcio primero y en inglés después parecía no entender el número o, lo que era peor, estaría agotada de comunicar a miles de personas por día que intentaban un enlace entre la capital del país y quien sabe que lugar del mundo. Finalmente, del otro lado, me contestó Ahmed y me dijo que la situación seguía siendo más que tensa, que los estudiantes de la Universidad de El Cairo -en conjunto con el frente opositor al régimen de Mubarak- habían convocado para el día siguiente a una “Marcha del millón”, razón por la cual me aconsejaba esperar, al menos un día más para intentar la tan ansiada salida.

 - Yo creo que es muy bueno para ti quedarte esta noche en el hotel y pasado mañana ver que hacemos, me dijo en su versión del español tan adorable como imperfecta. El otro consejo que me dió fue que llamara a la embajada de Argentina, para ver si habían previsto algún tipo de ayuda o salvataje, dado que las de muchos países (como Francia, Italia, Alemania, Inglaterra y Suiza) ya habían puesto aviones y personas que contactaran a sus ciudadanos para sacarlos del país cuanto antes.

Teniendo en cuenta que como argentino había escuchado las más variadas historias y anécdotas acerca de nuestras embajadas en diferentes lugares del mundo, me dije a mi mismo que ni siquiera valía la pena intentar un contacto por que la respuesta sería “No prestamos dinero ni pagamos hoteles, sólo prestamos el teléfono y tramitamos el duplicado de pasaporte extraviado” (todo esto siguiendo el rumbo del inconciente colectivo y el marasmo de relatos que circulan como leyenda urbana), pero muy para mi sorpresa, me encontré con un grupo de compatriotas que, si bien no tenían la más mínima idea de cómo proceder (no por inoperancia sino por la falta de órdenes emanadas desde la Cancillería Argentina) tuvieron para conmigo un trato realmente humanitario y se mostraron abiertos a escuchar cualquier inquietud que tuviera.

Los empleados de la embajada abrieron el campo de acción desde dos vertientes: por un lado se alzaron como traductores oficiales brindando la información en idioma español (una verdadera gema a la que pocos podíamos acceder) y por el otro, fueron los emisarios de un mensaje que no era para nada alentador pero que, dadas las circunstancias, era lo que mas se acercaba a la lógica: “Hasta que Cancillería no nos dé información en contrario, aconsejamos que no abandonen el hotel ni intenten una salida hacia el aeropuerto”.

Luego de dejarles mis datos y de enterarme que no estaba solo en Egipto (según me informaron, en la lista oficial había cerca de tres mil ciudadanos en la misma situación), me hice un poco a la idea de que no era el personaje de la película La Terminal y que no me quedaba otra alternativa más que esperar. Pero ahí surgió el gran interrogante… ¿esperar qué? ¿Qué los egipcios declararan una guerra civil valiéndose de la anarquía como única alternativa? ¿o esperar a que Mubarak amablemente y,valiéndose de sus aparentes achaques, después de treinta años dijera: OK, aquí les entrego el poder? La pregunta obviamente era retórica, tanto como las posibilidades de continuar con mi viaje.

Con una mezcla entre angustia y decepción, encendí el televisor y la primera imagen que apareció fué la repetida hasta el hartazgo de El Tahir incendiándose viva. Cambié de canal y en la RAI un concurso de preguntas y respuestas ofrecía a una decena de italianos que sonreían a cámara, la posibilidad de ganar miles de euros a cambio de respuestas correctas (a preguntas para infradotados) y pensé en cuántas diferencias ha establecido el hombre dependiendo del lugar en el que le haya tocado en suerte, o en desgracia, nacer. Apagué el televisor y me quedé dormido. 

Apenas pasados unos minutos en los cuales comenzaba a conciliar el sueño, sentí un estruendo, como si un terremoto estuviera moviendo la habitación. Me desperté y me quedé sentado en la cama intentando entender de donde provenía el ruido. Pasados unos minutos la vibración se hizo más fuerte y esa vez temblaron hasta los vidrios. Fue ahí donde tomé conciencia de que no era un terremoto sino un avión de guerra lo que hacía temblar al hotel.

 Me asomé al balcón y, sin salir, pude ver los cientos de rostros de hombres, mujeres y niños que, desde las ventanas de sus habitaciones intentaban ver, desesperados, de dónde provenía el ruido ensordecedor. Llamé urgente a la embajada y nadie me atendió. Intenté comunicarme al celular de la empleada que me había atendido por la mañana y daba ocupado. Colgué, y minutos después disqué otra vez la infinita serie de números que había escrito en una ajada tarjeta del hotel. Respiré cuando del otro lado del tubo, la empleada me atendió amablemente y me dijo que me quedara tranquilo, que el ejército había decidido sobrevolar la zona para ahuyentar a los saqueadores y oportunistas que estaban haciendo de la situación, un espacio propicio para cometer sus fechorías.

- Hay que tener paciencia y quédese tranquilo. No salga del hotel. Esta noche los vuelos van a ser normales, hay miles de personas que están en procesión hacia el centro de la ciudad y no quieren desmanes. Le pido por favor que cualquier problema que tenga nos avise. Quedamos en contacto, me dijo, y cortó.

Me quedé sentado mirando por la ventana a una pareja de japoneses a los que se les había pasado el miedo y salieron con su pequeña bebé, nuevamente al balcón. Solo quedaba esperar a que sucediera el milagro. Pese al toque de queda, miles de personas ya se encontraban caminando pacíficamente por las calles de Gizah camino a El Cairo para ocupar su sitio en la Plaza de El Tahir. La convocatoria era de un millón. Con ese número creían que tendrían suficiente entidad para gritarle al presidente en la cara que abandone el poder y con ello se diera el pasaje tan ansiado hacia la liberación del país.

 Sorprendentemente, al otro día, la Plaza de El Tahir amaneció soleada. Más que de costumbre. Nunca había habido en la historia del país tantas personas dentro de su perímetro. Pese a las especulaciones y al deseo de todo el pueblo, ese día no hubo un millón de egipcios pidiendo libertad: hubo dos. Y con ellos, felizmente, otra historia comenzaba a contarse.

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