¿Cómo se escribe el relato de algo que ya sucedió pero que a la vez sigue sucediendo?¿Como lograr que todo aquello vivido durante una semana vuelva a ponerse en el cuerpo y en emociones tal cual como fue experimentado; y lo que es peor... que pueda ser entendido y verdaderamente dimensionado por quien lo lea? Se supone que los cronistas tienen la capacidad para describir hechos ocurridos en equis cantidad de líneas pero, a veces, cuando el que debe describirlos ha sido testigo en primera persona, la tarea se complica más de lo que se cree. Pero en esos casos, lo mejor es apelar al viejo y redundante adagio de la lengua española: “Comencemos por el principio”.
Luego de un placentero viaje de casi tres horas proveniente de Roma, el 27 de enero llegué al Aeropuerto Internacional de El Cairo cerca de las siete de la tarde. Una vez atravesado el temido control migratorio (temido por el aspecto de la policía aeroportuaria y por el desconcierto que producen los carteles en árabe) y decidido a encontrar la cinta para reunirme con mi maleta, tuve la primera sensación de que había llegado al mundo oriental y caí en la cuenta de que, de allí en más, todo lo que viera me haría cambiar poco a poco la forma de ver y entender el mundo.
Apenas salí al hall central quedé en medio de una maraña de personajes de lo más variopintos que había visto en mi vida, quienes con sus gritos de fondo y el bullicio que generaban le daban a la escena una estética digna de cualquier película de Bollywood. Entre algunos de los primeros que vi me llamó mucho la atención la cantidad de mujeres cubiertas de pies a cabeza con lienzos negros (incluso algunas, sólo dejaban exhibir sus ojos y otras muy pocas sus rostros) y de hombres vestidos con ropas típicas (unos vestidos símiles a las sotanas de los sacerdotes católicos y unos sombreros al estilo beduino) quienes si bien demostraban humildad en su aspecto, eran portadores de objetos de la más alta tecnología tales como celulares de última generación o bien los recientemente estrenados I-Pads, toda una revolución en este costado del planeta pero poco imaginado por aquellas tierras.
Como animal que es llevado a territorio desconocido, decidí quedarme unos minutos en la entrada del aeropuerto para ver cuál era el movimiento de gente y cómo se llevaba a cabo el ritual de conseguir un taxi, algo sobre lo cual había sido advertido de antemano, ya que como en cualquier otro lugar de Oriente, la oferta y la demanda se perfeccionan en base al regateo, aunque claro está, cuando lo que está en juego es la posibilidad de llegar vivo o no al hotel, bien vale la pena tantear el terreno antes de largarse a cerrar la operación.
Luego de pasar más de media hora viendo como se acercaban los taxistas y entre gritos y empujones se hacían con los clientes para subirlos a sus autos, me dí cuenta de que ya era suficiente y que, debido a la poca posibilidad de regatear que tenía, decidí que el primero que se me acercara lo aceptaría sin dudarlo. Así es como si hubiera sido un enviado del cielo, a los pocos segundos, un hombre que no paraba de gritar la palabra taxi me mostró un automóvil y luego de exclamarle la frase mágica que todas las puertas abre (y que no es otra que “How much?”) me encontré en el interior del auto camino hacia el Hotel Zoser, ubicado supuestamente, a pocos minutos de El Cairo.
El chofer del auto no me dirigió la palabra en la primera media hora del viaje y sólo se dedicó a balancear la cabeza hacia uno y otro lado mientras canturreaba en baja voz los acordes de una música electrónica en árabe que me hizo suponer que se trataba del hit del momento. A los pocos kilómetros de haber tomado la autopista comenzó a llover. Con las luces altas el auto iluminaba a los costados de la carretera y pude ver como quedaban atrás los beduinos en sus lánguidos burros, parejas de silenciosas mujeres totalmente escondidas bajo sus burkas y las siluetas de algunos niños que llevaban sobre sus cabezas canastas de mimbre con frutas y otros elementos comestibles destinados a la venta ambulante.
El viaje llevaba casi una hora cuando decidí preguntarle al chofer si faltaba mucho. Que ya estábamos llegando al centro de El Cairo fue su respuesta. Afuera, al otro lado de la ventanilla, las luces de las grandes torres se reflejaban sobre las aguas del Nilo, dándole al paisaje un aspecto entre fabril y nauseabundo realmente desagradable. Una vez atravesado el río y bajado de la autopista, quedamos inmersos en medio de un embotellamiento poco usual para las casi nueve de la noche que marcaba el reloj.
Allí, en la entrada a Gizah, entre ciento de comercios y puestos callejeros que compartían espacio con los autos desvencijados y los transeúntes que querían hacer uso de su paso de peatón, quedamos atascados y esperando a que pasara una columna de estudiantes que se dirigía camino hacia la Plaza de El Tahir, lugar donde se estaban llevando a cabo las manifestaciones en contra del régimen de Mubarak.
Finalmente, y a unos escasos dos kilómetros, el auto se estacionó frente al hotel Zoser, el cual se me alzó como un verdadero oasis en el desierto y bajé mi valija. El edificio, de estilo colosal, sirvió de síntoma para que pudiera presagiar un diagnóstico que luego comprobaría: Egipto, otrora centro de poder y sitios fastuosos, hoy se alzaba como el lugar donde se perfeccionaban no sólo una dictadura enquistada sino, además, las mas incongruentes de las diferencias.