Se hace difícil escribir algo sobre París sin apelar al cliché, la cursilería de quienes la eligen para jurarse amor eterno o no mencionar el pasado de vino y rosas que la persiguen como un karma eterno. Desde los años del romanticismo, tanto escritores, artistas, políticos, pensadores y filósofos han hecho de ella uno de los dos o tres lugares que se disputan ese mote tan particular de “Centro del mundo” o “Emblema de la civilización” (los otros aspirantes son, a ciencia cierta, la capital del gran país del norte y el país de las colonias en masa) y ese quizás sea el mayor encanto que le otorga, además del sinfín de espacios y leyendas de ensueño que la transforman, por momentos, en una ciudad donde parece que se puede burlar la cruel realidad y vivir como en otra sintonía.
En mi primer viaje a Europa en 1996 la ciudad se me presentó como la concreción de un sueño y el lugar donde yo sabía que iba a sentir que la experiencia del viaje, por tanto tiempo anhelada, habría valido la pena. París iba a ser una especie de universidad donde, al final de mi estadía, obtendría mi diploma imaginario de viajero, como una especie de rito iniciático que me pondría al otro lado de una línea – imaginaria también- y que marcaría un antes y un después en mi historia personal.
La primera imagen que tengo es la del arribo a la Gare de Montparnasse, descendiendo del TGV y entrando en una hamburguesería - atestada de gente- para pedir un mapa. La escena que se me presentó fue impactante y a la vez inolvidable: una decena de jóvenes empleados de nacionalidad haitiana, congolesa y de los más variados países de la África negra, se mostraban como la pintura más acabada del imperialismo francés en el mundo, a la vez que vociferaban a los clientes famélicos si querían agrandar el combo por unos pocos francos, los mismos equivalentes a un pequeño billete que tenía al Principito de Saint-Exupery como prócer nacional .
Les pedí un mapa de la ciudad y me lo dieron con el peculiar desagrado que me habían advertido que tratan los franceses (entiéndase por franceses también a los francoparlantes que viven y trabajan en la ciudad) al resto del mundo que no es francés, puesto que para ellos el mundo acaba en Francia y más allá del puerto de Le Havre parece no existir más que profundidades tenebrosas de las que hablaba Colón en su delirante diario.
Me senté en una mesa con un café en la mano y luego de acomodar mi valija bajo la mesa, desplegué el mapa que estaba doblado en varios cuadrados con cientos de pequeños recuadros de publicidad. En el centro se ubicaba un plano muy bien diseñado del Ille de la cité (ese globo imaginario integrado por 17 barrios o arrondissements que la hacen única en el mundo) y sobre ella, a modo de fichas de ajedrez, los principales monumentos y plazas que no podían faltar en una estadía respetable.
Una de las cosas que más me llamó la atención del mapa fueron las siete versiones de la ciudad que proponían quienes lo diagramaron. A primera vista y sin dudar demasiado llegué a la conclusión de que Hemingway no se equivocó (ni exageró) cuando dijo que "París era una fiesta" puesto que cada una de las versiones propuestas indicaban el conocimiento de la ciudad teniendo en cuenta cada estilo, interés o un modo particular de entender los viajes y la vida, totalmente opuestos unos de otros.
Así es como, por ejemplo, para las mujeres todas (sin discriminar edad ni condiciones) el primero que aparecía -quizás por ser el más comercial- era el París de la moda, que incluía una visita a las Galerías Lafayette y a los grandes magazines (como Printemps, por ejemplo) además de las exlcusivas tiendas ubicadas sobre la Avenida de Champs Elyseés o en la famosa y exclusiva Rue de Saint-Honoré, donde una cartera o un vestido pueden costar lo mismo que un departamento o un auto en cualquier ciudad del mundo.
Otros de los “París” ofrecidos eran el del arte (con una recorrida por los miles de museos que hay), el de la cultura (integrado por librerías, disquerías, y lugares varios donde transcurren muchas de las historias de ficcion), el de los cafés y cabarets (que los hay tantos como museos, y son en sí mismos, los más tradicionales, verdaderos museos), el nocturno (con un recorrido indiscutido a bordo de un Bateaux bus o por los sitios más emblemáticos de la ciudad coloreados por luces increíbles) además del circuito de iglesias (que las hay tantas y extremadamente bellas) y el gastronómico, para probar lo mejor de la comida francesa, toda un clásico del arte culinario.
De más está decir que en mi primer viaje nunca llegué a completar el heptágono propuesto por los franceses, y apenas logré ver, con suerte, lo mínimo que ellos recomendaban. Años después volví y la sensación fue la misma. Después de mucho pensarlo llegué a la conclusión de que para realizar los siete recorridos que dicen hay que hacer, habría que contar con siete vidas, cono un gato, ya que la ciudad es una caja de sorpresas inimaginable, una especie de muñecas rusas que parecen siempre tener espacio para esconder una más.
Este mes me dedicaré a contarles de que se trata esa entelequia a la que dieron en llamar Ciudad Luz. Les propongo una recorrida por sus mitos, sus verdades, sus íconos y las conocidas maravillas que exhibe de un modo obsceno y aquellas que oculta en los callejones alejados del Sena, allí adonde no llegan las luces que la maquillan a diario y le quitan los años que pesan sobre ella.