Mi primera experiencia con la organización separatista vasca fue en 1996 cuando llegué por vez primera a Europa. Recuerdo que apenas bajé del avión, en el sector de migraciones del Aeropuerto de Barajas, me sorprendieron unos carteles con las fotos de jóvenes con caras de buenos alumnos que ponían: “Si los ve, dé aviso a la policía. No sea cómplice. Ellos son terroristas de ETA”.
El segundo encuentro fue al llegar a la pensión ubicada en la icónica Calle del Pez, donde la mujer que me albergó amablemente me hizo llenar un extenso formulario que exigía el estado español (para registrar e identificar personas ante posibles “actos de terrorismo”) y acto seguido me avisó que tuviera cuidado y que evitara pasar cerca de los tachos de basura, dado que la Guardia Civil había alertado sobre un posible atentado de ETA y aquellos eran el lugar predilecto para los terroristas.
Debo confesar que la sensación que tuve fue de temor –sería tonto negarlo - aunque luego, amparado en la impunidad y la inconciencia de los viajeros (sobre todo cuando son jóvenes) me lancé a descubrir la ciudad y atrás quedaron las recomendaciones de la mujer y el temor a que un tacho volara sobre mi cabeza en plena Gran Vía o en las cercanías de Atocha.Durante los siguientes años volví a España y jamás la presencia de ETA fue una causa para que lo desestimara como destino.
Así recorrí el país y descubrí las maravillas con las que cuenta, y si bien siempre rondaba la sombra de un posible atentado en cualquier lugar donde uno podía estar, me repetía a mí mismo la frase que dice que quien quiere seguridad, que se quede en su casa.Así es como con el correr del tiempo el tema del conflicto vasco me interesó tanto que me llevó a investigarlo y a leer varios libros al respecto.
Según parecía, el pueblo vasco pedía una autonomía basada en cuestiones de sangre, cultura, lengua, economía e ideología, bien diferenciadas del resto de los españoles. Y lo que en principio habría motivado su odio era el saberse parias, por que por un lado no se reconocían españoles y por el otro eran negados por los franceses, quienes desde siempre, los vieron como un problema crónico ubicado en la frontera.
¡GORA ETA!
Hay un dicho que dice que la enseñanza o el maestro nunca llegan antes de que el alumno esté preparado para recibirlos, y estoy seguro de que tal afirmación es perfectamente aplicable en el terreno de los viajes. Así es como en 2004 estando en Madrid en casa de un amigo, decidí hacer una escapada de dos días y descubrir la capital del país vasco, de la cual había escuchado tanto y tan variado que bien valía la pena la idea de una visita.Al llegar me encontré con una ciudad totalmente diferente a las del resto de España.
Hipermoderna, soberbia, culturizada, automatizada hasta el hartazgo (el metro y el eusko tran están entre los más perfectos y puntuales de Europa) limpia por demás y con un legado histórico que se respira en cada esquina y que pone en evidencia, a cada paso que se da, las diferencias originarias que los llevó a reclamar durante cuatro décadas su autonomía.
El lugar que elegí para pernoctar era una modesta pensión cerca de la estación de Abando, a pocos metros del Río Nervión, principal arteria que atraviesa la ciudad y que a lo largo de su extensión, en la llamadas “Rías de Bilbao”, reposan los monumentos y sitios más emblemáticos de la cultura vasca (El Guggenheim de Ghery, el Teatro Arriaga, el Ayuntamiento, los puentes de origen medieval, etc.)La dueña de la pensión (que se llamaba Arantxa, como la mitad de las vascas) me recomendó muy amablemente sitios para recorrer en la ciudad, me regaló unos mapas que aún conservo con especial afecto y hasta incluso me dio buenos consejos para comer, creo que por saberme argentino y creer que no iría muy bien con la comida típica que es bien distinta a la nuestra.
Hasta ahí no había hecho más que enumerarme todos los atractivos “turísticos” que Bilbao ofrecía, pero en un momento, se puso solemne y me dijo: “Una advertencia: cuando recorras el Nervión y llegues a la Iglesia de San Antoni no te cruces la ría por el puente por que allí viven los etarras y puedes correr peligro. No es un sitio para turista”.Me pareció atinado no llevarle la contra ni sentí la necesidad de explicarle que yo no era turista, y mucho menos que era periodista. Con su buena predisposición y su simpatía Arantxa había prendido en mí la mecha de la duda. Esa noche hizo un calor insoportable y mientras tomaba algo en un bar de la Calle Buenos Aires decidí que al otro día iba a caminar la ría hasta el Barri de San Antoni.
Me desperté con el primer rayo de sol y me lancé a la calle. Desayuné algo rápido en una casa de comidas de origen vasco y luego de atravesar el Teatro Arriaga, comencé a caminar por la ría del Nervión, la cual se me presentó repleta de casas de color ladrillo y de exóticos negocios con carteles en euskera (los había de alhajas, de candados, de partituras musicales, de libros antiguos) que le daban al lugar un aire muy particular, difícil de describir.A mitad de camino me sorprendió mucho la recova de un mercado en la cual estaban pintadas las caras de los integrantes de la Filarmónica Nacional y cómo, en cuestión de minutos, el lugar comenzó a poblarse de mujeres y hombres con carritos que iban a realizar las compras (allí me dí cuenta de que el mercado era el más grande del lugar y allí asistían los bilbaínos en busca de buen precio y calidad).
Seguí bordeando el extenso río y llegué a la Iglesia de San Anton, de la cual, enfrente, salía el puente de piedra en estilo medieval que me invitaba a cruzarlo y encontrarme con la ciudad prohibida, esa que, como la del último emperador pocos podían atravesar sin que fueran castigados.Crucé el puente con la cámara escondida en la mochila y ya en tierra firme, lo primero que vi fue una casa bombardeada.
Miré alrededor y no ví la presencia de una sola alma. El piso de la vereda estaba mojado en clara señal de haber sido baldeado hacía pocos minutos, con lo cual me dí cuenta de que tendría poco tiempo para sacar fotos y volver al otro lado.Desde las ventanas de las casas pendían carteles con inscripciones en vasco, las cuales supuse que serían expresiones de nacionalismo o bien pedidos de justicia. La imagen de un joven que murió asesinado a manos de la policía francesa hacía dos días (y que había tenido en vilo a la prensa de ambos países) encabezaba un poster callejero acompañado de una bandera vasca con la cinta negra en clara señal de duelo.
Mientras fotografiaba intrépidamente una mujer se asomó desde uno de los balcones de un edificio semiderroído y me vociferó una serie de improperios en vasco que me cayeron sobre la cabeza como un reguero de pólvora. Sólo atiné a levantar el pulgar en señal de haber entendido y guardé la cámara en la mochila. En pocos segundos atravesé el puente y con el corazón que se me salía del pecho, retomé la marcha por la ría en dirección al casco histórico.
Antes de llegar al Teatro Arriaga me crucé en el camino con una pareja de novios que salían de la Iglesia y me quedé paralizado al ver que eran escoltados por una decena de encapuchados armados mientras que los familiares los abrazaban, besaban y les deseaban un futuro promisorio (Luego me enteré de que seguro se trataba de algún funcionario público y los encapuchados eran policías que iban así para no ser identificados por los terroristas)
A medida que me alejé de la zona y me interné cada vez más en el casco histórico, Bilbao comenzó a mostrar su otro rostro, ese que nada tenía que ver con el pedido de justicia por un joven muerto, con los reclamos de liberación de presos políticos ni con la decena de casas bombardeadas que tanto me impactaron minutos antes. En un momento voltée la vista hacia el lado opuesto y el reflejo plateado del Museo Guggenheim me encandiló. Mientras tomaba un café en mi barcito preferido de la calle Buenos Aires, saqué mi bloc de notas y en ese mismo instante me prometí que algún día, cuando la ETA ya no existiera, contaría esta historia.