No sé porqué pero las estaciones de trenes, en cualquier lugar del mundo, siempre me parecieron un espacio propicio para tomarle el pulso a las ciudades y advertir de qué filias y fobias adolescen. Así es como en la estación de Praga Holesovice descubrí que el alcohol suplantaba al agua, en las de Montparnasse o Lyon me enfrenté cara a cara con la doble moral parisina, en la de Berna experimenté lo más parecido a lo que se entiende por perfeccionismo (demasiado para mi gusto) y en las de Budapest y Bucarest sentí los terribles efectos que dejó el comunismo en esa zona de Europa.
Por el contrario, las dos veces que había estado de paso en Milano Centrale tuve la sensación de estar en una estación amigable, que embelesaba por su tamaño descomunal, por sus ornamentaciones modernistas y por tener una ciudad fuera que, por estar de paso, nunca pude atravesar el pórtico de entrada para descubrirla. Pero esta vez Milano era uno de los destinos del viaje así que mi llegada a la estación fue el puntapié inicial que me hizo dar cuenta de que, al igual como me había sucedido en otras estaciones y ciudades del viejo continente, las desigualdades, el doble discurso y el “sálvese quien pueda” tenían la misma significancia que en aquellas.
STAZIONE DE MILANO CENTRALE: EL JUEGO DE LAS DIFERENCIAS
Hospedarse en Milano no es tarea fácil. De todas las ciudades de Europa es no sólo una de las más caras para vivir sino que, además, cuenta con precios de hoteles mucho más elevados que en las grandes capitales o centros turísticos. Pensar una estadía en Milano y conseguir un hotel en el centro de la ciudad es casi imposible ya que los mismos cobran por día lo que cuesta una semana en otras ciudades como Venecia, Roma o Firenze.
Por eso, para asegurarme una estadía razonable opté por un hotel muy cómodo y a muy buen precio, cercano al aeropuerto de Linate, desde donde cada media hora autobuses de línea comunicaban con la Estación de Milano previo recorrido de 40 minutos atravesando barrios tranquilos, arbolados y que me dieron la posibilidad de observar el modo de vida de la gente común, muy diferente a la que habita en el centro neurálgico de la ciudad.
Asi es como la primer vez que descendí del bus para dar comienzo al descubrimiento del corazón de la Lombardía, me encontré con algunas imágenes, escenas y personajes que parecen ser el paradigma de las estaciones de tren en cualquier lugar del mundo. Con el mapa en la mano me encontré frente a un enjambre de personas que prácticamente hacían levitar sus valijas sobre el empedrado intentando llegar al interior de la estación y no perder el tren.
A un costado de la parada del bus, dos jóvenes obesas uniformadas de cartel humano vociferaban como en una película de neorrealismo italiano que por cinco euros se podía llegar a cualquiera de los cuatro aeropuertos de Milano. A pocos metros de allí, una decena de manteros provenientes de diferentes lugares del continente negro exhibían en sus telas todo tipo de artículos para la mujer (falsos obviamente) y que previo intercambio de unos pocos billetes haría poseedora, a quien los comprara, de creer que pertenece -al menos por un rato- a la alta sociedad milanesa, la que adquiere esos mismos objetos pero en las tiendas de la Galería Vittorio Emanuele o en las obscenas vidrieras de la Vía Montenapoleone.
La escena era un film en tres dimensiones. Cuarentones vestidos de traje hablaban desde sus iphones último modelo y un grupo de tres monjas que intentaban disimular el calor que se escondía debajo de sus hábitos sonreían y caminaban lento tomadas del brazo. Como quien ve una película me quedé unos minutos observando el movimiento, el gentío y el bullicio hasta que una camioneta blanca que se estacionó delante mío me hizo cambiar automáticamente la vista.
Apenas estacionada descendió el joven que la manejaba e ingresó en un local que hasta ese momento yo no había visto y que, luego de ver el cartel de la puerta, descubrí que se trataba de una organización no gubernamental dedicada a asistir a inmigrantes que llegan en condiciones infrahumanas a diferentes costas de la península.Un joven con rastas a lo Bob Marley y una pechera que lo identificaba como voluntario salió con el chofer de la camioneta munido de un cuaderno y una lapicera.
Se acercaron al vehículo y luego de abrir la puerta comenzaron a descender mujeres jóvenes, adolescentes, algunos niños y hombres en un rango de edad entre los veinte y los cuarenta años. El deteriorado estado físico en el que se encontraban y su aspecto descuidado eran la cara visible del sufrimiento que habrían pasado desde el momento en que abandonaron su tierra y emprendieron el viaje a la "Terra promessa", esa de la cual ni siquiera conocían su lengua y que sólo Dios sabía que haría con ellos si lograban llegar con vida.
Apenas bajaron de la camioneta una voluntaria de unos sesenta años -que hasta entonces había estado sentada abanicándose sin parar- les ofreció una botella de agua a cada uno. Desorientados y con cierto temor en sus rostros bebieron como si no lo hubiesen hecho en años. Dos jóvenes africanos vestidos al mejor estilo americano (y que en pocos minutos advertí como voluntariosy supuse inmigrantes) comenzaron a preguntarles en diferentes idiomas de donde provenían. Algunos pocos respondían y otros, por el contrario, observaban en silencio con la mirada baja como quien sentía la culpa de haber cometido un delito.Los pocos que respondieron fueron registrados en el cuaderno del rastafari y el resto se quedó en silencio mirando absortos la misma escena que regalaba la estación de Milano Centrale y que no era otra que había estado observando hasta que ellos llegaron.
¿Cómo será haber pasado dias en altamar conviviendo con la muerte codo a codo? ¿Qué sentirían en ese momento estando frente al imponente edificio modernista con gente tan diferente a ellos? ¿Cuán lejos había quedado su pasado? ¿Cuán terribles habrán sido sus realidades para jugarse la vida por una promesa de vida mejor? ¿era Italia el mejor lugar para buscarla?. Esas y muchas preguntas más se agolparon en mi cabeza y rebotaron en mi pecho haciéndome experimentar una sensación indescriptible, mezcla de dolor, indignación, desconcierto y desde un lugar de identificación inevitable, quizás por que lo que tenía frente a mis ojos era la cara real de las frías estadísticas de ACNUR o de los videos que vemos a diario en los noticieros y que seguimos como si nada pasara ya que, para nosotros, al parecer el mundo queda demasiado lejos de la Argentina.
Los que respondieron a las preguntas de los dos jóvenes de estilo rapero ingresaron a otra camioneta estacionada a unos metros de la primera y el resto se quedó esperando a que alguno pudiera indicarles de qué manera seguir. Respiré hondo y caminé lentamente hacia la entrada principal de la estación. Mientras me alejaba de aquel puesto sanitario y de la parada del autobús parecía volver poco a poco a la película que creí estar viendo unos minutos atrás. La joven del cartel de Terravision gritaba enfáticamente "Viaggio a Linate, Malpensa e Bérgamo solo a cinque euro" y el gentío vertiginoso pasaba delante mió como en velocidad aumentada (O quizás la escena de los inmigrantes me había dejado a mí en cámara lenta). Caminé unos metros más y me encontré en el interior de esa obra increíble que es la estación de Milano. Allí dentro, como sucede en el Cabaret de Bob Fosse, la vida es preciosa (y la realidad otra).
STAZIONE CENTRALE: LA PUERTA GRANDE DE MILANO
Gucci, Armani, Prada y Versace aparecen en la entrada quizás como un posible antídoto para paliar la contrastante imagen que se arrastra de la calle. En menos de dos pasos la Stazione Centrale de Milano deja al descubierto el juego de las diferencias y de las dicotomías de este mundo que cada vez se torna más incomprensible y menos justo. La primera imagen que veo es la de una joven pintada como una cebra, furiosa y en expresión de grito como el famoso personaje de Munch.
Es inevitable que la forma del continente africano no vuelva a mi mente. Pensé en Umberto Eco y en cuantas interpretaciones posibles podría llegar a hacer con aquella imagen pero decidí quedarme con la mía. ¿Era esa joven pintada de cebra la representación de los africanos que vienen a Milán a pedir a gritos por una vida mejor? ¿O será la representación de cómo los milaneses ven a los recién llegados? Sea cual fuere la respuesta es más que obvio que siempre estará basada en el juego de las diferencias y, en la otredad, esa palabra mágica que es la llave para entender los modos de relación entre hombres -supuestamente diferentes- a lo largo de la historia.
Como podrán ver no se puede negar que la Stazione de Milano Centrale está al nivel de las más bellas de Italia e, incluso, de Europa. Su proximidad al casco histórico de la ciudad, su buena comunicación con autobuses, metro e incluso con los aeropuertos más importantes la vuelven un sitio de gran importancia y el verdadero corazón de la ciudad, más que el Duomo tal como lo consideran los milaneses. Pero queda más que claro que como sucede con cualquier otra estación de trenes del mundo en ella se puede tomar el pulso de la urbe y de su gente.
La contrastante realidad que se ubica al otro lado del hall central y que tiene como protagonistas a quienes no forman parte de la "realeza" de la Lombardía, dejan al descubierto que Milán es una ciudad dicotómica, compleja, con realidades contrastantes pero que no por eso deja de ser considerada uno de los centros de moda, arte, diseño y financieros al que muchos ven como la Meca del éxito y el buen gusto."No todo lo que brilla es oro" dice el dicho popular. Y en este mundo actual, es evidente que los conceptos de "brillo" y de "oro" dan lugar a interpretaciones erróneas y Milán, en ese aspecto, es el escenario propicio para llevarlas a cabo.
Cuando salgo de la estación y me dirijo a la parada del autobús veo una nueva camioneta que trae inmigrantes recién llegados quien sabe de dónde. Levanto la vista y leo en el cartel que el próximo bus sale en veinte minutos y me quedo observando el puesto de recepción. Quien sale ahora es una joven con un pañuelo en la cabeza (supongo que proviene de algún país islámico) y munida de un cuaderno y un handy comienza a preguntarles en diferentes idiomas de donde provienen. La misma mecánica que antes; algunos responden, son registrados y otros bajan la mirada y esperan en el interior de la oficina.
El malestar me sorprende de nuevo y la frase "Nada de lo humano me es ajeno" aparece de improviso. El bus estaciona, algunos bajan con valijas de marcas carísimas y nuevamente escucho a lo lejos a la joven obesa ofrecer el servicio barato de bus al aeropuerto. Tickeo el billete y subo al vehículo. Desde la ventanilla observo carteles escritos en italiano, árabe, francés e inglés. Dos hombres de cincuenta años, ayudantes también, juegan a las cartas y otros jóvenes voluntarios salen a la puerta y convidan cigarrillos a los recién llegados. Se ríen entre ellos y parecen disfrutar con la labor de voluntarios (algo complejo en una situación de tanto dolor).
Para un primer día en Milán había visto suficiente. Mientras el bus se aleja de la estación comienzo a pensar qué visitas haría al día siguiente. Trato de quitarme la imagen de los inmigrantes para no seguir dándole vuelta a lo que había visto, pero es inútil, se me hace imposible. Esa misma sensación duró unos días y desapareció recién cuando me fuí de la ciudad. Tiempo después, ya fuera de Milano, llegué a la conclusión de que aún no era consciente de que aquella tarde el corazón de la Lombardía - ese al que todos quieren llegar algún día- había arrojado el dado y que, el juego de las diferencias, lejos de terminar, recién comenzaba.