Desde que Daguerre comenzó a plasmar sus imágenes en las placas de plata, nadie se atrevería a negar que los rostros son la parte más expresiva de los seres humanos, y quizás sea por eso que, a través de ellos, se puedan vislumbrar la esencia de los pueblos y el néctar de las culturas. Si bien esa es una regla que parece cumplirse con los habitantes de cualquier ciudad del mundo, en la parte oriental del planeta, esos rostros suelen adoptar otra significancia y expresan el valor agregado de los miles de años que pesan sobre sus espaldas y que los hace ser quienes son.
Estambul, al ser bisagra entre dos mundos (oriente y occidente) se encuentra repleta de rostros cautivantes para el lente de los viajeros que llegan a la ciudad. Por sus calles, a diario, millones de personas desde muy temprano asisten a los coloridos mercados callejeros, se arrodillan cinco veces al día para orarle a Alá (tanto en mezquitas como en cualquier otro lugar público donde se encuentren) y hasta se pasean entremezclados con turistas por los barrios más tradicionales haciendo del espacio un sitio cosmopolita, excéntrico e inolvidable.
Lo primero que llama la atención cuando se llega a la ciudad es la diferencia que existe con sus vestimentas típicas, tanto de hombres como de mujeres, respecto de las nuestras. Quizás la explicación radique en el afán que tenemos los occidentales de intentar llegar al otro a partir de su apariencia, a diferencia de cómo lo hacen allí que no es ni más ni menos que a partir de la parte espiritual, la cual creen como el modo más legítimo para iniciar un acercamiento y lograr la comunión con el otro.
Las mujeres, desde los primeros años de adolescencia hasta consumado el matrimonio, deben llevar obligadamente un pañuelo que les cubre la cabeza y parte del cuello y, rara vez, y bajo casi nulas excepciones se lo pueden quitar. Tan abigarrado está el uso del mismo que a ninguna de ellas se le ocurriría plantearse no usarlo, ya que lejos de ser un elemento de moda es el signo más acabado que legitima su honor y decencia ante la sociedad. Según el rito islámico, el pañuelo cumple la función de evitar tentaciones al prójimo masculino, dado que en la historia del mundo árabe, el pelo tuvo la fama de ser un medio de perversión y sexualidad explícita.
Los hombres, en cambio, más libres y sin restricciones sociales, demuestran una gran austeridad a la hora de vestir y son fácilmente identificables por sus gorros parecidos a una kipá judía pero con una base mayor que los asemeja a los de los botones de hotel de las películas de los dorados años de Hollywood. La austeridad es la principal característica de su vestimenta y en su mayoría llevan en los pies unos zapatos de cuero muy particulares que emulan en su forma a los de Alí Baba y los cuarenta ladrones.
Así son los rostros que pueblan Estambul. Iluminados por la divina gracia que les provee su buen dios regalan en cada esquina y en cada rincón, los ecos magníficos del imperio romano, las miradas gachas de los años de Bizancio, el espíritu generoso de los sultanes y la calidez de recordarnos en todo momento que occidente, por suerte, está muy lejos de allí.