10 Oct
10Oct

Deposité las valijas en la habitación del Hotel Fivos y bajé a merodear los alrededores en busqueda del menor indicio de vida ateniense. Eran cerca de las tres de la tarde, el cielo se había cerrado por completo, y la inminente amenaza de tormenta era ya un hecho.
Lo primero que vi y que me llamaron la atención fueron los carteles escritos en griego, ya que no sólo hacían imposible cualquier interpretación que pudiera hacer, sino que,curiosamente, me parecían divertidos. Apenas hice unas cuadras por la Avenida Atenas (zona denominada “El Bazar” debido a la gran cantidad de vendedores callejeros y mercados de los más extraños) se largó el aguacero. 

La ciudad se vistió por completo de negro y la gente, como sucede en esos casos, comenzó a correr intentando un improvisado refugio, lo cual transformo la clásica estampa callejera en un film de Carlitos Chaplin. Desde una esquina un turco dobló presuroso con dos quesos gigantes debajo del brazo. Una señora vestida al modo parisino que paseaba su caniche, lo alzó rápidamente en una mano y abrió un paraguas gigante plagado de figuras humanas dóricas tomadas de los brazos y, desde una de las pescaderías del mercado, un sesentón regordete comenzó a gritar en griego algo que, supuse, era un intento de ayuda para que no se le mojara la preciada mercancía.

Luego de buscar con la vista un lugar para refugiarme decidí que lo mejor era pararme delante de un cajero automático que tenía techo y, en cuanto me dirigí allí, una decena de personas me siguió al instante. Así es como en cuestión de segundos, casi por arte del destino, quede apretujado entre medio de un montón de griegos que hablaban, se reían y vociferaban sin que yo pudiera adivinar ni siquiera que estaban diciendo.

Yo había imaginado otra forma para empezar a descubrir Atenas. En mi imaginario estaba la fantasía de que inmediatamente que bajara del hotel me iba a encontrar con cualquier hecho, objeto o referencia que me hiciera caer en la cuenta de que estaba en Grecia y no en otro lugar. Pero lo cierto es que ahí estaba, viendo correr el agua a borbotones por el costado de la acera, la gente corriendo y rodeado de ciento de voces hablando en griego, árabe, turco y quien sabe cuantas otras que no reconocí.

Los viajes tienen esas cosas. A veces nos ponen frente a situaciones inesperadas que - si se las sabe comprender y disfrutar – en muchos casos, dicen mas que los millones de caracteres que pueblan las guias especializadas y que sólo acumulan información técnica, fría y despojada de cualquier vivencia personal.

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