Después de haber pasado seis días de cautiverio obligado en El Cairo y haber dormido dos noches literalmente en el piso del aeropuerto - como si de un mendigo se tratara- llegar a Estambul supuso una genuina vuelta a la dignidad. En las cuarenta y ocho horas anteriores a mi llegada al agradable Aeropuerto de Ataturk había pasado por las experiencias de una noche entera en el Aeropuerto de El Cairo (donde había tanta gente como en un recital de los Rolling Stones), un vuelo de último momento a Roma (ya que era la única forma de abandonar la hecatombe egipcia) y otro con destino a Atenas, cerca de la medianoche.
Todo ello sin mencionar la noche adicional que debí pasar en el Aeropuerto Venizelos -durmiendo ya no en el suelo sino en uno de los incómodos bancos de la sala de espera- dado que el avión hacia Estambul partía cerca del mediodía y las condiciones climáticas (entiéndase por ellas los temporales lógicos e inevitables del mes de enero) no me permitieron llegar al centro de la ciudad, donde tenía reservada una última noche de hotel.
Pero lo cierto es que tales vicisitudes, lejos de modificarme el humor y hacerme pensar que el viaje estaba arruinado, apenas puse un pie en Turquía sentí una especie de déja-vu, quizás provocado por que venía de tierras no muy lejanas, al menos en lo que a cultura respectaba. Allí fue entonces que recordé un parrafo escrito por Martín Caparrós quien, en alguno de sus tantos libros de crónicas, al describir a la India, dijo que por sobre todas las cosas aquel era un país que olía, y caí en la cuenta de que la misma regla podía aplicarse a Estambul.
Así como la India en su conjunto, ella también olía a una mezcla de inexplicables esencias, las cuales identifiqué como una clara prueba iniciática para quienes quisieran hundir las narices en sus misteriosos rincones, sus fastuosas construcciones y adentrarse así en los fabulosos relatos (verdaderos algunos, ficticios otros) que la posicionaron como una de las urbes más fascinantes, coloridas e intrigantes del mundo oriental.
Teniendo en cuenta que el día se mostraba frío, grisáceo, lluvioso y mi nivel de cansancio después de semejante trayectoria era insoportable, desoí el consejo universal de quienes viajan a menudo y coinciden en no hacerlo, apenas salí del aeropuerto, decidí tomar un taxi. El hombre que manejaba el taxi clavó los frenos apenas me vió y estacionó su gigantesco súper auto último modelo (el cual no puedo mencionar, no por una cuestión de publicidad sino por que lo desconozco) frente a las puertas corredizas de la puerta de salida.
Con un saludo seco y un corto saludo, tomó la maleta en un puño y la encerró en el baúl, el cual me pareció tan grande que creí que bien podría transportar a una orquesta con todos sus instrumentos.Ya una vez adentro y emprendida la marcha iniciamos una típica conversación entre turista-taxista, pobretona, lacónica y en un lenguaje reducido, ya que ni su inglés ni el mío nos permitían mucho mas.
- Hotel Romantic, le dije. En el Barrio de Sultanahmet (el cual de más está decir que no tenía la menor idea donde quedaba, aunque sí sabía que era como el epicentro del casco antiguo). El hombre asintió con una mueca que se pareció algo a una sonrisa y no volvió a abrir la boca casi hasta que llegamos a destino.Ante su negativa de continuar con el diálogo me lancé al infalible juego de clavar la mirada a través de la ventanilla, esperando que el trayecto me sorprenda. La velocidad del vehículo le daba a la imagen un efecto fotográfico realmente conmovedor y recargado de melancolía, ya que las primeras luces de los faroles contrastaban sobre la ancha avenida que bordeaba la costa, recargada de tráfico y de transeúntes que esperaban en los semáforos para hacer uso de su derecho de peatón.
A primera vista la ciudad demostraba un gran desarrollo urbanístico y que poco – o más bien nada- se parecía a lo que alguna vez imaginé de ella. A mi derecha vislumbré a lo lejos la costa del Mar de Mármara, sobre el cual se recortaban tridimensionalmente un centenar de pequeños puestos y restaurantes dedicados a la venta de pescados que me hicieron acordar inevitablemente al puerto de Mar del Plata.El olor intenso, producto de la mezcla de frituras y escamas crujientes, llevado por el viento marino comenzó a colarse por los vidrios del auto y sentí la tentación de decirle al hombre que hiciera un stop para probar algunas de las delicias que se suponía vendían allí.
Además, las lucecitas de colores con los que estaban decorados, típicas de bistró francés o de árbol de navidad americano hacían del lugar un espectáculo sin precedentes. Pero el silencio del hombre y mis ganas de llegar al hotel me lo impidieron. Al otro lado, unas murallas de piedra serpenteantes (claramente de la época medieval) y muy bien iluminadas se alzaban como muro de contención y antesala a lo que es la ciudad propiamente dicha.
Esas pétreas construcciones se erigían ante los ojos del viajero como la prueba viviente de un pasado y una historia compleja, cambiante, tan irregular como cada una de las torres que se superponen como consecuencia de los innumerables terremotos a los que fue sometida la región.
El hombre me dijo algo en inglés y supuse que me estaba avisando que nos quedaba poco para llegar. Para mi sorpresa atravesó una de los tantos arcos que poblaban las torres, y ya del otro lado, visualicé un puñado de callejuelas de adoquines brillosos sobre las cuales se reflejaban los coloridos neones que daban nombre a los hoteles de la zona. El barrio parecía salido de un cuento de Las Mil y Una Noches, y suponía una belleza y una prolijidad muy superior de las que había visto en los suburbios de El Cairo.
Ya dentro del hotel me dí cuenta de que estaba en una ciudad en la cual viviría parte del mundo y la cultura oriental pero vista desde un modo centralizado y con una visión netamente europeizada. El conjunto de escaleras prolijamente barnizadas, las paredes empapeladas de un buen gusto único, los alfombrados de color púrpura, los jarrones con flores al estilo de Flandes y un sinfín de querubines barrocos que se escondían en cada rincón, hacían del hotel la copia en miniatura de un palacio francés del siglo XVII. Dejé la maleta en mi habitación (la cual no desentonaba en lo más mínimo con el estilo descripto) y abrí una ventana de tres hojas que daba a la calle.
Al desplegar el tríptico de madera quedó ante mí una postal que dudo en algún momento poder olvidar: entre los techos de las casas de Sultanahmet, se levantaban soberbias e incólumes, las cúpulas de la Hagia Sofía y la Mezquita Azul, totalmente iluminadas.Pese al frío que hacía fuera, abrí las ventanas de par en par y saqué la cabeza para tomar una bocanada de aire helado. La sal del mar se impuso sobre el aire frío y húmedo que me pegaba en la cara.
Así me quedé largo rato, pensando en que estaba en el mismo lugar donde alguna vez los romanos fundaron una de las capitales de su imperio y sobre el cual cohabitan desde las maravillosas construcciones del arte bizantino a las odaliscas que noche tras noche mueven sus cuerpos entre el humo de narguile en sucuchos escondidos repletos de turistas. Con ese pensamiento cerré la ventana y me fuí a dormir. Al otro día, los ecos de Bizancio y Constantinopla se materializaron ante mis ojos como la verdad de un pasado inescrutable.