12 May
12May

Salí de la Hagia Sofía con todo el arte bizantino pegado en las pupilas y crucé la sinuosa calle que bordea a la iglesia. A escasos metros de la imponente mole bizantina descubrí un pequeño edificio en el cual un gentío aguardaba para entrar lo más rápido posible ya que el frío no hacía para nada agradable la espera en la calle. Me puse en la fila y al llegar a la entrada principal vi un cartel que informaba que allí se encontraba la Cisterna de Yerebatán, un sitio que me habían recomendado visitar específicamente en algún momento de mi estadía y que ahora, estando allí, no tenía excusa para no ingresar.El sitio es muy extraño. 

Luego de pagar la entrada se baja por unas escaleras de mármol color ocre igual a todas las piezas de mármol que pueblan cada espacio y sitios de Estambul. Bajados unos doscientos metros aproximadamente lo primero que aparece es una sala oscura, con pilotes de madera que dan la sensación de sostener el techo y un lago artificial en el que nadan unos peces rarísimos, a la vez que, un ruido de gotas que se desvanecen cuando caen en él, hacen del lugar un espacio tétrico y algo misterioso.

Pero la sorpresa al visitante le llega cuando, una vez que atraviesa una pasarela de madera sobre las aguas de la cisterna, llega a un grupo de majestuosas columnas (336 distribuídas en 12 hileras de 28 columnas cada una) totalmente iluminadas de naranja y que dan la sensación de estar en un espacio completamente diferente al que se ve en la entrada.

Junto a mí, una decena de turistas japoneses que venían en grupo (identificados por el clásico bastón en alto con un pañuelo rojo en la punta) fotografiaban sin parar las columnas iluminadas, no dejando espacio ni siquiera por un segundo para que quienes no pertenecíamos al grupo pudiéramos ya no sólo fotografiar sino, poder apreciar con tranquilidad, el interesante espacio que significa la cisterna.

En la pasarela de enfrente, un guía turco, en idioma italiano, les explicaba a un grupo de italianos recién llegados los diferentes cambios que sufrió la cisterna desde los años de su creación por orden del emperador Justiniano hasta cuando en 1985 se terminó de restaurar por completo y se le quitaron cerca de 50.000 toneladas de barro que tenía bajo la superficie acuática.

Sigo caminando y aparezco en lo que parece ser el corazón del antiguo palacio. Veo sorprendido que todos se paran frente a una columna maciza de forma ovalada con algunas irregularidades (allí la luz es tan tenue que solo se llegan a percibir bultos y no formas delimitadas) y ametrallan con sus flashes como si de la Gioconda se tratase. Recorro la circunferencia de la columna maciza y, al aparecer del otro lado, descubro que se trata de la cabeza de una mujer puesta hacia abajo y a modo de cuello, de ella, surge una gigantesca columna que se incrusta en el techo de la Cisterna.

A su lado otra cabeza parece haber corrido con la misma suerte aunque, a ésta, parecen haberle tenido un poco más de piedad y en vez de ponerla cabeza hacia abajo la colocaron hacia el costado, como dándole el beneficio de que pueda ver a quienes se agolpan frente a ella de un modo mas natural. Pregunto qué significado tienen esas cabezas espantosas abigarradas en medio de un considerable charco que otorga feo olor y una sensación de humedad penetrante y me comentan que son la representación de Medusa, aquel personaje de la mitología griega que tenía serpientes por cabello y que, a modo de castigo, a cualquiera que osaba mirarla a los ojos lo hacía caer petrificado, razón por la cual el emperador Justiniano las mandó a colocar con la cabeza hacia abajo.

Me quedo un rato pensando en la explicación del guía e intentando descifrar cómo es que funcionaba la cabeza de los griegos – además de admirarles la inventiva- para idear los mitos más maravillosos de la historia de la humanidad, los cuales lograron imponerse a lo largo de los tiempos y que posibilitan que hoy, dos mil quinientos años después, vestigios de este tipo sigan en pie, tan vigentes y sustanciales como antaño.

Con las dos cabezas de Medusas termina el circuito de lo que la cisterna tiene para ofrecer. Retomo una de las pasarelas para salir del lugar y veo a un matrimonio de argentinos que posa frente a ella, abrazados, como si estuvieran sacando las fotos de casamiento previas a la llegada al salón de fiesta. 

Inmediatamente después de eso, la mujer pone un pie en la pasarela y el otro lo apoya sobre los cabellos serpenteantes de la pobre medusa (que resiste el en silencio el castigo de haber petrificado a quienes la miraban) y sonríe mostrando todos los dientes a la vez que levanta dos dedos haciendo la V de la victoria, en un signo que no queda claro si se trata de una hippie melancólica o una militante K que disfruta de las mieles de la crisis mundial y del "Viaje hoy, pague mañana". Su marido, cual paparazzi italiano, ametralla con el flash y los dos se abalanzan sobre la cámara para ver como quedó la foto.

Voy riendo hacia la salida (dado que la escena anterior diluyó mis reflexiones sobre mitología griega y me dio una cachetada de argentinidad) y me encuentro con mi primer mercado persa. Ante mis ojos aparecen tazas, prendedores, cafeteras de bronce, vasos de fino cristal pintados a mano, inciensos, polveras para maquillaje con motivos exóticos, postales, libros, fotos de Ataturk, gorros de maestros de ceremonia al estilo Rumi, ropa de sacerdotes derviches y hasta ciento de variedades de los té más exquisitos del mundo.

Cruzo la calle y veo nuevamente la Hagia Sofia, que se impone siempre como la anfitriona de la ciudad y que da la sensación de que todo el tiempo me dice: “Estas bien encaminado, no  te perdiste”. Al llegar a la Avenida principal de Sultan Ahmet me diluyo entre la vertiginosidad del mediodía de Estambul y la gente que camina rápidamente para ocupar un lugar en los cientos de restaurantes, bares y cafés de la zona. 

El sol me pega en la cara. El frío ya se fue y una leve brisa de mar se hace notar en el aire. Siento en lo más profundo de mí que no puedo pedir mas nada. Estar allí es, en sí mismo, un regalo de los dioses.

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