Si bien soy de los que descreen de aquellas guías que ofrecen la imposible travesía de recorrer una ciudad en 24 horas, el año pasado me tocó vivir la experiencia en la capital inglesa. De más está decirles que al enterarse de esta decisión muchos de los lectores (y no un grupo menor de amigos) me reprocharon no haberle dedicado más tiempo a la ciudad, ya que si bien todos sabemos que es una fuente inagotable de sitios para recorrer y espacios artísticos para descubrir, las restricciones de un billete que unía el trayecto Estambul-París, me obligó a pasar sólo un día, así que intenté hacer lo que pude.
El hotel que elegí para pasar la noche estaba a unos pocos metros de la Catedral de Saint Paul, ese barrio de tintes cinematográficos, cargado de barcitos, puentes metálicos y autobuses rojos de dos pisos que van y vienen comunicando todos los puntos del mapa, como si fueran arañas y el plano de la ciudad la tela en la que se mueven.
8.00 a.m.: Desayuno en la cafetería del hotel. Un cartel sobre las bandejas de comida humeante aclara que el servicio es Self- service. Me paro frente a una fuente gigante de huevos revueltos y, antes de que pueda abrirla, una camarera tailandesa con un parche en uno de sus ojos se avalanza sobre ella y me quita el plato. Me sirve una pequeña porción y se transforma en mi primer contacto con la vida anglosajona. Mientras degusto los huevos revueltos con una taza de café intento escuchar la conversación de dos señoras mayores ubicadas en la mesa de al lado, de aspecto norteamericano y que discuten si ir ese día a la Tate o al Museo de Victoria y Alberto. Una de ellas parece gritar más fuerte y la otra asiente cabizbaja como si aceptara de modo abnegado la pérdida de la batalla.
8.30 a.m. Atravieso el Támesis por el Puente del Milenio y aparezco en la zona del Shakespeare´s Globe, los galeones turísticos, las iglesias de estilo gótico y los fantasmas de algunos piratas que poblaron la zona. Una piedra recuerda el mito de Mary Overs, una mujer que perdió su vida por amor a orillas del famoso río.
9.00 a.m.: Dando algunas vueltas desemboco en la King Charles Street y me encuentro con un interesante museo obre la Segunda Guerra Mundial y una foto de Churchil con su particular habano y su ojo entrecerrado simulando una mueca que tramsite simpatía. La vista es una típica postal londindense, en la que, además de los autobuses rojos no faltan los taxis de los años cincuenta tan típicos en algunas de las historias de Ágatha Christie.
9.15 a.m.: Me detengo en una de las esquinas de la King Charles Street para cruzar en la senda peatonal y quedo obnubilado ante un bar de color azul con un ángel en posición de coloso que sostiene uno de los balcones. El lugar me recuerda a las películas de Hitchcock y, en especial, a la Ventana Indiscreta, en la cual los ladrillos de las paredes de la casa de James Stewart decoraban la estructura de modo tal que le imprimían al lugar un estilo único y típicamente londinense.
9.45 a.m.: Llego a la zona de los edificios modernos que albergan las oficinas de las empresas más importantes del mundo y, con el Támesis frente a mis ojos y la Torre de Londres, me dirijo por la zona costera hacia el London Bridge, en la cual ya hay una decena de turistas fotografándose pese a la espesa y grisácea atmósfera del día.
10.00 a.m: Camino por la Victoria Embankment Street en dirección hacia el Big Ben y descubro numerosos monumentos (esfinges egipcias, puentes de estilo barroco y francés) que engalanan la rivera del río dándole al lugar un halo de misterio y bohemia muy parecido al que ofrecen ambas márgenes del Sena. (En esta foto pueden ver un ser mitológico, uno de los tantos que abundan como elementos decorativos y en mayólicas de las construcciones del lugar).
10.30 a.m.: La amplísima avenida Victoria me sigue sorprendiendo con joyas arquitectónicas, muelles de madera y algunas aves que hacen único el paisaje. El estilo victoriano se impone y para esa hora las calles están pobladas de gente que sale del metro y que llena las avenidas con sus automóviles y bicicletas.
10.45 a.m.: Mientras sigo con mi caminata, levanto la vista y diviso frente a mí el famoso London Eye. Me recuerda a la rueda de París y me quedo un buen rato apoyado sobre uno de los puentes admirando su tamaño, mientras intento distinguir a la distancia, el imperceptible movimiento que hace con cada una de sus vueltas.
11.00 a.m.: Por fin llego a la zona del Parlamento y el Big Ben. Ya puedo decir que estoy en Londres. Me ubico en una esquina para cruzar la calle hacia el reloj y meterme en el marasmo de turistas. De repente veo a estas religiosas de espalda que cruzan rápidamente mientras hablan en algún idioma islámico. La escena londinense se esfuma y se transforma en el fotograma de un film surrealista.
11.30: La Abadía de Westminster. Una joya gótica que puede asombrar a aquellos que ven por primera vez una construcción de ese estilo, pero no para quienes hayan estado en otras como Notre Dame, la de San Vito en Praga o la de Barcelona. La entrada para ver sus interiores es excesivamente cara (16 pounds) y hay que hacer una interminable fila. Todo confluyó para que siguiera mi camino y la descubra mediante libros, fotos o revistas.
12.00 a.m.: Nada es casualidad en la vida y todo pasa por alguna razón. A unos escasos 300 metros aproximadamente me encuentro con la Catedral de Westminster, bellísima por fuera (tiene toda la estética de esos conventos o iglesias del este europeo) y mucho más bonita e interesante por dentro. Además el ingreso es gratuito y no sólo que no hay que hacer fila para entrar sino que, en su interior, suele estar vacía.
13.30.: Después de haber pasado un mal momento en un restaurante hindú ( donde pedí un cous-cous que a simple vista tenía un color y una textura maravillosa y al comer el primer bocado, tuve que dejarlo por la excesiva cantidad de picante que tenía) proseguí con mi marcha. Luego de caminar un buen rato llegué de casualidad al Victoria Palace, uno de los teatros isabelinos mejor mantenidos y en el que aún hoy se siguen llevando a cabo obras y piezas musicales.
14.30 p.m.: Llego al Palacio de Buckingham. El gentío es impresionante y comienzo a ver estos carteles cada cien metros. Me causan mucha gracia, no puedo evitarlo, y me acuerdo de aquella frase que dice que quien roba a un ladrón...