En una de sus canciones Jorge Drexler dice “...Vengo de un prado vacío, de un país con el nombre de un río...” y para la mayoría, ése lugar es sinónimo de mate, candombe, carnaval y el principal disputante de la cuna de Carlos Gardel. En Montevideo, su capital, se asienta uno de los mayores patrimonios culturales del Río de la Plata y muchos de los secretos por los cuales miles de argentinos y viajeros que llegan a estos confines del mundo, la adoptan como segunda ciudad. Aquí un homenaje a una de las ciudades más entrañables de un sur que, entre mates y murgueadas, nunca deja de exigir que le reconozcan su existencia.
Montevideanos I
Supe de Montevideo desde muy chico y a través de las historias de aquellos que llegaban a mi casa y contaban lo bien que se vivía allí – en contraposición a la “locura” de Buenos Aires- y también de lo bonitos que eran sus lugares y rincones, además de destacar todo el tiempo que era una ciudad “como quedada en el tiempo”. Por entonces no era moneda corriente viajar al exterior (la economía hiperinflacionaria de entonces no lo permitía) y los viajes o “escapadas” que hacían los argentinos de clase media eran para pasar unos días de descanso o de vacaciones en las diferentes playas de la Costa Atlántica.
Así pasé un buen tiempo recogiendo y archivando historias sobre ella. Que la gente era mucho más amable que acá, que eran mucho más educados, que todo era más barato, que hablaban de “Tú” pero conjugaban el verbo al modo argentino, que tomaban mate en gigantescos recipientes con un nombre que me prohibieron repetir delante de los mayores y, otras tantas, como que la Ciudad Vieja era una réplica de la Habana o que en el mercado del puerto se comían los pescados y mariscos más sabrosos del Río de la Plata. Sólo para comenzar, y por mencionar algunas, ésas fueron las que ayudaron a escribir poco a poco mi guía de viajero imaginario.
Montevideanos II
Algun tiempo después, cuando ya entraba en la adolescencia llegó a mis manos el VHS de El lado oscuro del corazón (film revelador en la carrera de Eliseo Subiela) en el que se cuentan las desventuras (y aventuras) de Oliverio, un escritor argentino que no sólo intenta lo imposible para desencantar a una muerte enamorada de él, sino que además, entre sus frecuentes viajes a Montevideo se enamora de una prostituta que alterna copas y mentiras piadosas en un bar de la zona del puerto.
En una de las escenas del bar, entre los vaivenes y arrumacos de las parejas que se recortan entre el humo y la penumbra, el periodistas Jorge Lanata vestido de marinero lee en silencio Página/12 (diario fundado por él mismo) y a un costado de él, una prostituta cabecea aburrida ante los versos en alemán que le recita un piloto de aviones, que no es otro que el mismo Mario Benedetti, uno de los grandes de la literatura charrúa.Esa película para mí se transformó en una verdadera guía visual ya que, además de enseñarme la melancólica vida a la que parecen predestinados quienes trabajan en el puerto, me mostró por primera vez los barcitos del famoso Mercado, las vetustas y descascaradas callejuelas de la Ciudad Vieja (con sus negocios detenidos en el tiempo), el imponente Teatro Solís, las casas antiguas del centro, el Faro de la escollera con su aura de pasado glorioso y esa poética visión de las dos orillas, con el texto de Benedetti de fondo que desde entonces me aparece y me acompaña cada vez que llego a la ciudad.
Montevideanos III
Por lo que acabo de contar y por otra serie de sensaciones, recuerdos, olores, colores, sabores y otros momentos indescriptibles e inolvidables, soy uno de los tantos que eligieron a Montevideo como su segundo hogar. Desde que llegué por primera vez aquel Dia de la Virgen del año 1998, sentí por ella un inexplicable amor a primera vista y, hasta mucho tiempo después, pensé acerca de cuánto influye la construcción imaginaria que se haga antes de arribar a una ciudad para que sobrevenga - de un modo natural- la sensación de ya haber estado allí antes.
En las sucesivas visitas, Montevideo nunca dejó de sorprenderme ni de mostrarme sitios nuevos y, en cada una de las veces que regreso, siempre tengo la certeza de que algo nuevo descubriré y que no voy a regresar a Buenos Aires de la misma forma en que partí. Por ejemplo, en los últimos dos viajes, además de los clásicos que la ciudad ofrece, asistí a un circuito de nuevas librerías y espacios literarios diseminados por el centro sumamente interesantes y de casualidad (o causalidad) descubrí el increíble Museo de Historia del Arte (MU.H.AR), donde en un gigantesco recinto, excelentemente dividido por secciones, se pueden ver reproducciones idénticas de las principales obras de arte pergeñadas en la historia de la humanidad y que, de querer verlas en original, habría que contar con mucho dinero para poder dar la vuelta al mundo.
El año pasado, cuando me acerqué al stand que la ciudad tenían reservado especialmente en la FIT, la amabilidad y el cariño de su gente que al expresarles mi afición a la ciudad me llenó de mapas, folletos y unos bolígrafos en señal de agradecimiento, me hizo renovar los votos de fidelidad y el compromiso de seguir eligiéndola cuando la duda acucia frente al mapa y se hace difícil la elección de un destino.
Este verano no podré ir, por que hay que conocer otros lugares yse hace necesario andar otros caminos. Pero mientras tanto, como dicen que re-cordar significa "volver a pasar por el corazón", escribiré sobre ella y la reviviré a través de las letras. Los invito a que lean mis crónicas y que la tengan en cuenta si quieren experimentar, cerca de casa, un viaje de película.
(Los subtítulos de Montevideanos I, II, III aluden a la antología de cuentos del escritor uruguayo Mario Benedetti).