04 Jul
04Jul

El 2 de julio de 2007, la ciudad de México amaneció bajo el manto de un esplendoroso día de verano. El sol, desde las primeras horas de la mañana, hizo elevar la temperatura a casi 30 grados y desde mucho más temprano aún, las calles cercanas al Zócalo comenzaron a cargarse de entusiastas votantes quienes con su documento nacional en mano, aguardaban pacientemente el turno para poder ingresar en las casillas callejeras, estratégicamente armadas para que pudieran emitir su voto.

Intentando ser partícipe del momento histórico que le tocaba vivir a la población, esa mañana me levanté temprano, y me dirigí hacia la recova ubicada en la Calle 5 de febrero, y allí, mientras observaba de qué manera se estaba llevando a cabo el proceso eleccionario, desde los oscuros y pétreos arcos que visten las veredas, entre las siluetas negras de mujeres que se abanicaban y niños que les preguntaban a sus padres si aún faltaba mucho para regresar a sus hogares, vi por primera vez la gigantesca fachada de la Catedral, que emergía como un coloso barroco imponiéndose entre la inmensidad del Zócalo.

El Zócalo, también conocido como la Plaza de la Constitución, es uno de los espacios públicos más grandes del mundo. Quizás su tamaño (unido a algunos factores de tipo histórico) haya sido el determinante para que este lugar, sea uno de los sitios más curiosos del globo y en el que desde hace varios siglos, conviven los íconos que identifican a la vida política, social, religiosa y artística de México. Ubicados en tres laterales distintos de la plaza, se encuentran la Catedral Metropolitana (y su sagrario anexo), el Palacio Nacional (en el que Diego Rivera pintó en murales, la historia del país desde la Conquista hasta la mitad del siglo XX), el Templo Mayor (que apareció a la luz en la década del setenta y es una verdadera gema arqueológica en medio de la ciudad) y el edificio del Antiguo Ayuntamiento, hoy devenido en edificio histórico.

Pero esta monumental plaza, además de ser el corazón del casco histórico y el kilómetro cero del país, es una excelente propuesta para que el viajero que recién llega a la ciudad, comience a descubrir los secretos y las variadas posibilidades que el Distrito Federal tiene para ofrecer. Es por eso que, tanto pasear por las calles que la bordean (5 de Febrero, Monte de Piedad, 16 de Septiembre, Pino Suárez y Seminario) o bien detenerse unos momentos a observar el flujo de personas que la atraviesan a cada minuto, constituyen por sí solas un verdadero espectáculo que pocas capitales en el mundo pueden ofrecer.

A cualquier hora del día, mimetizados entre el bullicio callejero, la silbatina de los agentes policiales, los acordes de los organilleros y el olor a comida que emana de los puestos ambulantes, conviven armoniosa e inexplicablemente: sacerdotes, monjas, artesanos, artistas, titiriteros, vendedores ocasionales, libreros, buscavidas, chamanes, tarotistas, estudiantes, aborígenes que interpretan danzas ancestrales aztecas, oficinistas, mariachis que regalan sus rancheras a cambio de un puñado de dólares, fotógrafos de Polaroid, payasos y caricaturistas.

Es así como desde hace casi tres siglos, el Zócalo ha estado en constante evolución y pasó de ser la parte más importante de la mítica ciudad azteca de Tenochtitlán (sede del imperio y lugar de residencia de los jerarcas indígenas antes de la conquista) a uno de los lugares donde mejor se puede medir el pulso y el ritmo de la vida mexicana, que late a diario en cada uno de sus rincones.

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