El despertador interno sonó temprano y me levanté apenas empezaba a amanecer. Teniendo en cuenta la vista que tenía desde la ventana del hotel (que daba a las vías de la estación de trenes del Buda, en la colina mas alta de la ciudad) corrí las cortinas para ver como había amanecido y me encontré con la ciudad completamente nevada.Encendí el televisor y un locutor anunciaba una temperatura de diez grados bajo cero y las imágenes multiplicadas de diferentes capitales del continente reflejaban los efectos de un fuerte temporal en la región.
¿Qué se hace cuando toca en suerte un día con esas condiciones climáticas? La primera respuesta (la más lógica, digamos) sería resignar un día del viaje y quedarse al resguardo del frío, la lluvia y la nieve, pero la segunda (y que seguro es la que adoptan los viajeros de buena ley) es ponerse sin dudar todo lo que hay en la valija y salir a enfrentar el frío cueste lo que cueste. De esa forma saqué el kit invernal y bajé al comedor del hotel para hacer un desayuno hipercalórico que me ayudara a sobrevivir al menos hasta el mediodía, momento en que debería reponer nuevamente energías para poder seguir en esas condiciones de temperatura sin morir en el intento.
Antes de salir del hotel y adentrarme en ese freezer que era la ciudad decidí volver a la habitación para hacer algunas fotografías desde lo alto. Las vistas de los trenes con la nieve, la gente que intentaba atravesar las calles munidas de paraguas y los árboles secos e inmóviles como congelados en el tiempo me regalaban ciento de postales que se formaban con sólo encuadrar a través del lente de la cámara.
La estación de Buda en la parte baja de la colina se asemejaba mucho a esas que aparecen en las películas de la segunda guerra mundial. Si bien el servicio de trenes con la incorporación de Hungría a la CE ahora funciona mucho mejor, las estaciones aún mantienen su estética tan particular de los países del este y dan la sensación de estar viviendo unos cuantos años antes, como en las épocas en las que el comunismo dominaba la región.
Los techos cubiertos de nieve recortados en la espesura del cielo gris duraron casi toda mi estadía en la ciudad. Día y noche las chimeneas y las calderas largaban incesantemente el humo blanco que no era otra cosa que la confirmación de cuanto debían trabajar para paliar los efectos del frío dentro de las casas.
Los empleados de la red ferroviaria trabajaban a la intemperie como si el frío no les resultara un incordio. Vestidos con equipos de nieve y, con unas escobas diseñadas especialmente para quitar el hielo de las vías y los andenes, conversaban en un apacible clima de trabajo que para nada parecía verse afectado por las bajas temperaturas. No debe haber sido nada fácil caminar por la nieve para esta mujer muy bien vestida y con tacos altos, algo que resultaba toda una travesía con el suelo en esas condiciones.
Finalmente guardé la cámara y bajé los siete pisos por ascensor. Al llegar al hall ví las caras que ponían quienes salían de los agradables veintitantos grados a temperatura ambiente que estábamos y se perdían en la calle como si estuvieran dentro de una cámara frigorífica. Atravesé la puerta y me dí cuenta de que nunca había experimentado tal sensación de frío. El aire helado de Budapest en nada se parecía a las bajas temperaturas que pude experimentar en diferentes lugares de Polonia, Rumania o en algunos puntos de la República Checa.
Dicen los meteorólogos (y las guías de viaje) que en invierno Budapest - junto a Berlín y Moscú- es una de las ciudades que registra la mas bajas temperaturas de Europa del este y, realmente, pude dar fe de ello cuando me encontré al otro lado de la puerta giratoria. Caminé apenas unos pocos metros y me encontré con una segunda postal que no había visto desde mi ventana: los autos totalmente tapados por la nieve. Muchas personas, me contaron, ante la imposibilidad de poder usar sus autos por el congelamiento suelen salir de sus casas y realizar sus actividades a pie o, en algunos casos, en bicicleta.
Esta plaza era una de las preferidas por los niños. Con trineos y tablas de patín decenas de chicos le ganaban espacio a la nieve y se burlaban de las bajas temperaturas.
Caminé un largo rato y atravesé un túnel que, a su salida, me dejó frente al Puente de las cadenas. Sin dudas esa era la postal y la foto que, de haber sido editor de una revista de viajes, hubiera elegido para que ilustrara la tapa. Como salida de un cuento, la nieve le daba a las cúpulas, los árboles, los leones y los árboles raquíticos un halo poético que me dió la sensación, por un momento, de estar dentro de una pintura rusa.
Miré hacia un costado y ví esta casa de raro estilo centroeuropeo. En pocos segundos decidí que era la casa que sin dudar elegiría si tuviera la posibilidad de pasar un tiempo en Budapest. Ubicada en la base del funicular que conecta la colina del Buda y de frente al Danubio, me pareció un edificio más que inspirador y de una extraña belleza.
Bordeé el Danubio y llegué a la zona del Parlamento (que se encuentra al otro lado del río, en el Pest). Los TRAM venían casi vacíos y, los pocos pasajeros que se habían animado a salir, exhalaban un humo caliente desde el interior de los vagones que volvían a la imagen una postal de tierras soviéticas.
Seguí un pocos metros más y me encontré con esta iglesia que, con el colorido de sus cúpulas, resaltaba entre las aguas del Danubio que la enmarcaban desde el fondo. Como era de esperarse por el clima, la capilla estaba cerrada y no pude conocerla en su interior (es la segunda vez que visito la ciudad y no puedo conocerla. Algo habrá en ella que aún no tengo que entrar ¿no?)
Llegué hasta el Danubio y crucé hacia el Pest por el puente que atraviesa la Isla Margarita, en el corazón mismo del idílico río. Al salir al otro lado comencé a divisar cada vez más cerca la fastuosa cúpula del parlamento húngaro. La imagen de Kossuth Lajos apuntando hacia la parte más alta del edificio me hizo recordar los pedidos independentistas de los húngaros cuando aún formaban parte del imperio austríaco.
Por donde mirara veía nieve. Durante seis días escuché el incesante ruido de las máquinas que durante día y noche intentaban despejar las calles del copioso hielo que formaba blancas rocas por doquier. Con esta imagen de las vías en perspectiva terminé mi primer día de caminata nevada. Estaba casi en la mitad del viaje y recién comenzaba mi estadía en Budapest. El sueño de la vuelta lo había cumplido.
A tan sólo doscientos metros de esas vías se encontraba la casa donde estuve en mi primera vez. Las ganas de ir hasta allí me superaban pero la poca luz del día comenzaba a flaquear y empezó a hacer cada vez más frío. Era mejor regresar al hotel y reponer fuerzas. Me metí en un café y bebí de un sorbo el tazón de chocolate que una camarera simpática que hablaba algo de español me trajo con una gran sonrisa.
Y al otro día volví a la casa donde doce años antes viví un tiempo... pero esa historia, les aseguro, bien merece otro posteo.